miércoles, 30 de mayo de 2012

Lo que digan los expertos y la mayoría


Un hombre tuvo un ataque cardíaco y todos le dieron por muerto. Amortajaron el cadáver, lloraron las plañideras, prepararon los funerales y avisaron al sacerdote.

Pero no había fallecido, y cuando despertó, del susto de verse en un ataúd, volvió a desmayarse. Los asistentes llamaron a médicos y forenses, que dictaminaron:
-No había muerto, pero ahora sí que es un auténtico difunto.

Se puso en marcha el cortejo fúnebre, y cuando ya estaba a punto de ser encendida la pira de incineración, aquel hombre se incorporó gritando:
-¡Estoy vivo! ¡Estoy vivo! 
-No puede ser -gritaron familiares, amigos y conocidos-. Se ha certificado que estás muerto, estás preparado como un muerto, y se ha procedido como si estuvieras muerto.

-¡Pero estoy vivo! -gritaba aquel hombre despavorido.

Uno de los asistentes reconoció a un notario entre los presentes y le solicitaron su opinión:
- Todo parece indicar que este hombre está muerto -dijo el notario-, pero, no obstante, se ha de proceder según indique la mayoría. ¿Está vivo o está muerto?

-¡Está muerto! -gritaron todos al unísono.

-Pues si lo han dicho los expertos y esa es la opinión de la mayoría, la conclusión es que está muerto, ¡que se encienda la pira!

T.Oriente


jueves, 24 de mayo de 2012

El Lepidopmac


Cientos de parejas aguardan su turno. Da gusto verlas porque no son comunes. Es evidente que se aman. Y no porque vayan de la mano o se miren con ternura, sino porque sería absurdo estar de pie tantas horas si no portasen las pruebas que lo acreditan. El letrero, dondo inicia la fila, anuncia: “Pagamos 20 gramos de oro por mariposa”.

Se sabe que el método es indoloro y que cada estómago alberga entre 10 y 15 especímenes. Además, el intervenido puede generar nuevas mariposas al cabo de una semana. Sin embargo, existe un inconveniente. Con frecuencia, sólo uno de la pareja las porta, demostrándose que no es correspondido. El drama es inevitable.

Los detractores del doctor Lorca, inventor del Lepidopmac (aparato para cazarlas), lo tildan de “anti romántico”. Unos, por ponerle precio a los sentimientos más nobles. Otros, por llevar al abismo a tantas parejas correctamente constituidas. Ni los oye. No hay tiempo. Su amada aguarda sentencia. Cuando el número de mariposas iguale al de personas, Lorca las soltará. Confía en que nadie querrá sostener un fusil.

Rafael R. Valcárcel



martes, 22 de mayo de 2012

La carta


-Hoy voy a escribir a mi hermano. ¿Le vas a poner algo?
-Claro…

No tan claro –pensó-. Luis es de mi familia, no de la suya.
Estaba en bata, sin lavar ni peinar, y se movió por el dormitorio, al parecer sin objeto. Luego, bajó las escaleras y se quedó indeciso frente a un buró que había en la planta baja. Volvió al pie de la escalera y alzó la voz:
-Geny, ¿tienes la carta?
-¿Qué carta?
-La última que escribió Luis.
-La tendrás tú. Yo no sé dónde está.

Volvió al buró y manoseó unos papeles y unos sobres y se dio cuenta de que no veía bien. Buscó en los bolsillos del batín y volvió a la escalera.
-Geny…
-¿Qué quieres?
-Échame las gafas. Creo que las he dejado en la silla del cuarto, sobre le periódico.
Ella tardó un buen rato en aparecer, y él pensó: Qué torpe. Lo que tiene que hacer es buscarlas donde le he dicho. Cuando más disfruta es cuando se empeña en no encontrar lo que anda buscando.
-¿Estás ahí?- preguntó la mujer desde arriba.
-Sí. ¿Dónde voy a estar?
-Toma.- Y le tiró el estuche metálico.

Él volvió al buró y revolvió los papeles, tarjetas de Navidad, folletos, facturas y algunas cartas.
Es igual –pensó-. No tengo por qué recordar a estas alturas lo que nos contaba Luis. Puedo hablarle de nosotros y preguntar cómo marcha el nieto. Eso le gustará.

Se sentó en la butaca frente al televisor apagado y oyó que Geny andaba por la cocina, quizá desayunando. Alzó la voz:
-Geny, ¿Cómo le han puesto al nieto de mi hermano? ¿Lucas?
Sonó el grifo del fregadero y un ruido de cacharros. Él se levantó, abrió la puerta de la cocina y volvió a preguntar.
-¿Lucas? ¿De dónde lo sacas? Nadie se llama así en nuestras familias… Martín… Le pusieron Martín porque nació el once de Noviembre y les gustaba ese nombre, ¿no te acuerdas?
Él volvió a sentarse en la butaca y pensó: No fallan. Para esas leches de nacimientos, santos, bodas, divorcios y defunciones, no fallan. Así son.

Le podría contar –se dijo- que nuestra hija vino unos días a estar con nosotros en Navidad o, incluso –sonrió-, lo de esta mañana, cuando me desperté y vi a Geny sentada al borde de la cama. De pronto, me sorprendieron las flores de su camisón. La verdad es que nunca me había fijado antes. Pensé, ¿por qué flores? Nunca entenderé ese afán grotesco de Geny, y de todas ellas, por añadir atractivo al tiempo que las caduca. En una convivencia de años ya no hay mentiras; ya no hay forma de pintar o maquillar los días o animarlos con flores estampadas. Le dije: “¿Os vais a levantar ya, tú y tus flores?” No sé si me oyó. Salió del cuarto renqueando por la artritis y no dijo nada.

-¿Vas a desayunar de una vez? ¿Vas a arreglarte?
-Voy a escribir la carta- dijo. Pero decidió lavarse y vestirse, porque notaba frío.

Cuando bajó con el papel de cartas y un sobre, Geny estaba acabando de preparar unas acelgas y un poco de carne y le dijo que no se pusiera en la mesa de la cocina. Cogió un plátano y se sentó a escribir en la mesa del comedor.
-¿Ahora vas a comer eso?
-Es el desayuno.

Se quedó mirando al papel y, sin esperar más puso: “Queridos Luis y Paula”. Luego pensó: En realidad, Paula me importa poco y podría escribir “Querido Luis” y, al final, nombrar a Paula y a los hijos y enviarles un abrazo a todos. O debería encabezar la carta al revés: “Queridos Paula y Luis”, por aquella norma ya en desuso de “las señoras primero”, o porque en los matrimonios más vale estar a bien con ella que con él…

-¿Comemos?
-¿Ahora?
-¿Te parece pronto? Son más de las tres.
Él miró la ventana y le pareció que había menos luz. Era uno de esos días grises, que van oscureciéndose a toda prisa hasta llegar a marengo.

Cuando se servían el postre, compota de manzana, ella le dijo:
-Loreto va a pasar esta tarde por aquí a que le firmes un certificado de buena conducta, o de conducta intachable, o que les conocemos hace años, o algo así…
-¿Para qué?
-No sé… Creo que Piero quiere meterse a importar cerámica de Sicilia, o de Murano, o de no sé dónde… y ahora, con lo de las drogas, parece que no es tan fácil…
Él se calló y pensó en la carta.

Después de comer, se adormiló en la butaca y le despertó el timbrazo de la vecina. Geny abrió la puerta y los dos se quedaron cuchicheando un rato en el recibidor.
Loreto era una morena gorda y guapa y, cuando aparecía, llenaba la casa con su cuerpo, pero también con su voz, sus historias, sus ojos fuertes de tótem y sus risas. Iba siempre de negro para disimular las grasas, sin lograrlo.
Loreto le gustaba y, a la vez, le cansaba su vitalidad y a su marido prefería no verle; no le caía simpático, no sabía por qué, pero eran buenos vecinos y firmó le impreso.

La carta seguía empezada sobre la mesa del comedor cuando se marchó ella, y él volvió a sentarse para seguir.
“Queridos Luis y Paula”, leyó.
La verdad es que Luis, que es el que se mueve más –se dijo-, podía llamarnos por teléfono alguna vez, como la cuñada de Geny. Las cartas no sabemos nunca si llegan o no y, hasta que se contestan, pasan meses o más, un año, y no sabe uno qué contar, porque lo del camisón encajaría más bien en un diario, o en unas memorias y, a fin de cuentas, lo único que quiere uno saber cuando escribe es si ellos están bien y decirles que nosotros estamos bien también, a Dios gracias.

Escribió: “Hace ya mucho tiempo que llegó vuestra carta y esta mañana, al fin, le he dicho a Geny que no pasaba de hoy, que la iba a contestar y a deciros que por aquí andamos bien y sin novedad, con los achaques propios de los años, y que no falten, que son señal de vida. Y a me diréis cómo está Martinito, si ha crecido mucho y las monerías que hace…”

Geny le interrumpió porque, en el canal 2, iban a poner un programa con el desembarco de los aliados en Normandía.
-¿A qué hora?
-Dentro de nada
Lo vieron los dos, mientras ella se afanaba haciendo punto para el Hospital de Niños con Espina Bífida. Él se quedó dormido al final, antes de que Führer, personalmente, tomara el mando de aquel frente de guerra. Cuando despertó, comieron juntos unas galletas con queso y algo de fruta y, tras ver las noticias de las nueve, se fueron preparando despacio para la cama.
-¿Has escrito la carta?
-No, ¿cuándo lo iba a hacer?

Se acostó de lado, pensando en lo que había escrito ya, y vio a Geny que se metía en la cama con el camisón de flores estampadas. Mirando las flores se fue adormeciendo poco a poco.

Medardo Fraile.

lunes, 21 de mayo de 2012

Las ranitas en la nata


Había una vez dos ranas que cayeron en un recipiente de nata. Inmediatamente se dieron cuenta de que se hundían: era imposible nadar o flotar demasiado tiempo en esa masa espesa como arenas movedizas.

Al principio, las dos ranas patalearon en la nata para llegar al borde del recipiente. Pero era inútil; sólo conseguían chapotear en el mismo lugar y hundirse. Sentían que cada vez era más difícil salir a la superficie y respirar.

Una de ellas dijo en voz alta: -No puedo más. Es imposible salir de aquí. En esta materia no se puede nadar. Ya que voy a morir, no veo por qué prolongar este sufrimiento. No entiendo qué sentido tiene morir agotada por un esfuerzo estéril-. Dicho esto, dejó de patalear y se hundió con rapidez, siendo literalmente tragada por el espeso líquido blanco.

La otra rana, más persistente o, quizá más tozuda, se dijo: -¡No hay manera! Nada se puede hacer para avanzar en esta cosa. Sin embargo, aunque se acerque la muerte, prefiero luchar hasta mi último aliento. No quiero morir ni un segundo antes de que llegue mi hora-. 
Siguió pataleando y chapoteando siempre en el mismo lugar, sin avanzar ni un centímetro, durante horas y horas. Y de pronto, de tanto patalear y batir las ancas, agitar y patalear, la nata se convirtió en mantequilla.

Sorprendida, la rana dio un salto y, patinando, llegó hasta el borde del recipiente. Desde allí, pudo regresar a casa croando alegremente.

 Jorge Bucay